Llueve. Llueve de abajo hacia arriba, y aunque suene extraño en esta esquina es así, el agua pega en la barbilla antes de humedecer el pelo o la frente. Después cae, pero sólo después. La veo con la cara hundida entre las solapas anchas de un impermeable. El agua se arremolina entre sus botas amarillas. Pienso que la capucha, rara para una mujer de su edad, es para proteger el arreglo en el peinado. Si no es como tirar 30 pesos a la basura. El pensamiento le asalta cuando llega a la esquina. Justo hoy se me ocurre. Tengo que leer el pronóstico antes de ir a la peluquería. Esta vez sólo necesitaba un poco de volumen porque de color estaba bien. Podía haberlo dejado para la otra semana, pero al otro día tenía un compromiso con la familia, y aunque trataba de restarle importancia al hecho de que no se hablaban hace años, no quería que su hija pensara que estaba hecha una zaparrastrosa. Una mano, hundida en el bolsillo del impermeable, va tocando el grabador. No sabe por qué pero la tranquiliza saber que está ahí. La terapeuta le había aconsejado que anotara los pensamientos positivos, pero no bien se ponía a buscar la lapicera y el papel ya se los había olvidado así que prefirió comprarse un grabador y a la terapeuta le pareció bien. El problema es que, cuando llegaba el momento de escucharlos, no percibía lo mismo que había sentido al grabarlos. Lo hacía invariablemente todas las noches al volver a casa ya que se había propuesto salir todos los días para no quedarse encerrada, cosa que también le había recomendado la Doctora Peralta. Metía los pies debajo de las sábanas, bien ajustadas aunque hiciera calor, prendía la tele sin volumen y algo extraño sucedía cuando apretaba el botón gris del pasacassete. La grabación, en lugar de reanimarla, le dejaba una sensación de vacío. No es que la defraudaran sus pensamientos, sino que ahora, mientras los escuchaba, no le parecían optimistas o quizás el tono de la voz no era suficientemente animado.
La lluvia iba a parar, se dijo. Y paró. Esa noche estuvo despierta hasta tarde. Tuvo la botella de agua junto al velador, porque pensó que iba a tener sed, pero luego la sed no apareció. A la mañana siguiente quiso hacer algo saludable, sin saber ciertamente qué. Se puso el jogging y salió a caminar. Se dijo que iba a caminar hasta que se hiciera la hora de almorzar. Caminó por calles apartadas, alejándose del centro, tomando direcciones inesperadas, tratando de seguir su propio ritmo, de prestar atención a las cosas que surgían mientras caminaba, un perro corriendo con la pata enyesada, un chico fumando al sol en la puerta de un almacén, una maceta en el alfeizar de una ventana, una señora en un segundo piso hablándole a un hombre en la calle. Siguió caminando y de pronto se encontró frente a una plaza que no conocía. Era una de esas plazas de cemento, sin vegetación, junto a la autopista. Se sentó en un banco donde daba el sol. Entornó los ojos y sin proponérselo se quedó dormida. El ladrido de un perro, y las risas de unos chicos en el fondo de la plaza la despertaron unas horas más tarde. Todavía sumida en una especie de duermevela, y aún sin entender dónde estaba, se dio cuenta de que era tarde para reunirse con su hija. Pero no le preocupó. Deslizó la mano en el bolsillo del buzo y enseguida supo que el grabador no estaba. Acomodó la espalda contra el cemento apenas tibio. Sonrió.
Thursday, January 8, 2009
Thursday, November 16, 2006
Wednesday, November 15, 2006
Lo que ves por el rabillo del ojo. El gesto desalentado frente al café con leche, el hombre en el televisor -seguramente un extra- con llamas en las botas, la vieja con las mejillas pintadas de rosa, el plato en la mesa sin terminar, la mirada desdichada, en esa sucia cafeteria, de la chica en la cocina -muda- inclinada sobre la sarten.
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